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Ocurre en las calles de Montecaro, una vez al año, cuando los cruces y las aceras se convierten en curvas aprendidas de memoria, un teatro irrepetible de hazañas que ahí, y sólo ahí, valen el doble.
Ocurre cuando unos guantes cruzan sus golpes en el cuadrilátero del Madison Square Garden. Ocurre cuando una pelota amarilla rebota en la hierba de Wimbledon.
Cada deporte tiene su lugar sagrado, el cual ha llegado a serlo por las historias que se han escrito en él, por los recuerdos que jamás podrán tener otra morada que no sea esa, por lo hombres que ahí han grabado con un fuego invisible su nombre. Y, visto así, no es una blasfemia pensar que también estos lugares pueden llegar a su fin. Algunos dicen que por seguir el marketing se pierde la poesía; pero quizá, simplemente, también eso sea una regla del juego. Porque, dentro de cien años, una moderna instalación que hoy nos parece tan fría se convertirá a su vez en “templo”. Otras personas habrán escrito otras páginas de leyenda, otros mitos habrán encontrado nuevas moradas.
Hoy, esto, no se entiende. Hoy da rabia y produce melancolía, pero si lo pensamos bien, cualquier historia que se precie, para llamarse historia de verdad, tiene que tener un final. Hasta el libro más hermoso tiene una última página. Hasta la película más premiada necesita las letras “fin” para desatar los aplausos. Aunque duela y, a veces, den ganas de llorar.
Todavía existe la mitad del trazado, cortado recto como por la hoja de un cuchillo. Por un lado, los recuerdos desvanecidos de la historia. Por el otro, las salidas de un centro comercial
Como hicieron los americanos cuando el Yankee Stadium dio su último espectáculo. O como hizo quien, en 2003, en Wembley, sabía que estaba asistiendo a la demolición de un mito que el nuevo super estadio, que lleva el mismo nombre, no podrá jamás olvidar.
Y, claro está, algunos lloraron en el Kartódromo de Parma cuando los karts se colocaron en la parrilla de salida por última vez y las excavadoras demolieron el que, para el karting, fue y seguirá siendo un “templo”.
La historia empezó en 1961. Y ya el debut es de leyenda. Porque en la inauguración intervinieron también los dos actores Fernandel y Gino Cervi, que estaban rodando allí cerca la película “Don Camillo e Peppone”. El circuito medía 450 metros y era una especie de club exclusivo en manos de los “señoritos” de la época. La actividad tenía lugar principalmente de tarde, cuando era normal juntarse para hacer apuestas y divertirse, incluso al otro lado de la pista. “Yo –recuerda el sr. Pellegrini, gestor de la instalación desde siempre– era pobre, pero conseguí participar en mi primera carrera patrocinado por una gran empresa local de limpieza. De aquella forma, empecé a entrar en el mundillo, aunque todo estaba en manos de ricos propietarios. A veces era normal llegar allí por la tarde, asistír a alguna que otra carrera privada y luego, a lo mejor, tomar un avión e irse a echar un café a Roma. O a lo mejor se acababa una noche en el night club y cuando se salía, a las tres de la noche, se iba a correr por las curvas de las carreteras en las afueras de la ciudad”.
Retrocede un trozo de la pista de Parma. Como es hoy. Recordando cómo fue una vez.
Quizá fuera por eso, pero el caso es que la pista duró poco y quebró rápidamente. Fue en 1967 cuando a la familia Pellegrini se le presentó la ocasión apropiada. “En aquella época, yo trabajaba en el molino Grassi, tenía tres hijos, una mujer en casa y un padre anciano del que ocuparme. Me propusieron llevar el bar de la instalación: 50 mil liras al mes, incluida la iluminación. Y acepté. Teniendo ya la gestión del bar, conocí a Riva (otra figura histórica del circuito de Parma; durante años, uno de los directores de carreras más apreciados y solicitados, n.d.r.). Fue gracias a él que, cuando me dijeron que era posible quedarse con la gestión de toda la instalación, me decidí a probar. Fueron necesarios más o menos 3 millones de liras y pedí ayuda a mi hermana y a mi hermano”. Pero ya en 1968, el Kartódromo acogió la primera carrera de su nueva gestión.
La historia, pues, dio comienzo, aunque en aquella época las carreras eran pocas y, sobre todo, los conocimientos eran todo invención. Los nuevos gestores estaban prácticamente verdes en lo que a motores se refiere, pero, por suerte, en los parajes había un mecánico que era un verdadero mago: Minghelli. En aquella época, los primeros motores eran los Garelli, a los que se añadieron los varios Comer, Parilla y BM. Pero el motor que iba más rápido era el español Bultaco, que en las motos de 125 lo ganaba todo. “Entonces –cuenta Riva– Minghelli dijo que a nosotros también nos hacía falta un Bultaco. Fuimos a Monza con ocasión de la carrera de motos y, en la salida del 250, mientras todos los mecánicos iban a la pista para los últimos retoques antes del pistoletazo, él entró en los garajes, con las llaves ya preparadas, y en diez minutos salió con un motor bajo el brazo. Naturalmente, se armó una buena. Llegaron incluso denuncias... pero nunca se vino a saber quién había sido“.
La primera ruta, en 1961, medía 450 metros. Era una especie de "club" para los ricos señores de la zona.