Robert Kubica volverá por fin, en 2019, a ponerse detrás de un volante de Fórmula 1. Un evento esperado por todos los aficionados, porque el piloto polaco, además de ser un portento, es un hombre que siente de manera visceral su pasión por el automovilismo. Incluido el kart, un vehículo por el que nunca ha dudado en “remangarse la camisa” él personalmente. Como cuando, en 2009, se pasaba las horas y los días en la pista para testar y poner a punto el chasis que lleva sus iniciales: RK.
Esta infinita determinación suya, que le ha permitido alcanzar un logro que casi todos daban por imposible. Y es la misma determinación que tuvimos el honor de conocer de cerca hace algunos años, cuando, a poco que sus compromisos se lo permitían, salía a la pista con el kart producido por Birel y que lleva la marca de sus iniciales: RK. No unas simples jornadas en las que divertirse sin dejar de entrenarse, sino sesiones intensas de “verdadero kartista”, que agarra el furgón cargado con sus chasis y lo conduce desde el garaje de su casa hasta el circuito de Lonato (en vez de pararse en el primer lugar que tuviera cerca por ahí) para ir a ensuciarse las manos, a romperse las uñas, apretar tuercas y montar neumáticos.
En el lejano, o quizás no tanto, 2009, estar bajo la misma carpa con Robert Kubica suponía ver cómo un chico, un poco más alto de lo normal y mucho más famoso, claramente, corría a por las llaves y el metro para hacer unos ajustes, luego iba a medir la presión de los neumáticos, salía a la pista, volvía al paddock, ajustaba de nuevo algo, daba otras diez vueltas y luego, a lo mejor, descansaba un ratito.